Por David Guzmán

El pintor es sombra del poeta: sombra de una sombra. Nada se mueve al pie de las montañas; sólo un rumor interrumpido, roto por la risa y roto por la melancolía; sólo el color vagamente disperso por los aromas de un naufragio. Endara cultiva la poesía lo mismo que la pintura; buscar en una, atravesar hacia los umbrales de la otra. La vía solitaria que lleva de una a otra está plagada de huellas de infancia, de acantilados oceánicos, de ciudades y amigos y amantes.

Delgado, pequeño, confusamente recio y resguardado por un gesto afable, la mirada de Endara y sus manos han descrito un mundo de minuciosos detalles, de denuncias irónicas, de arqueologías y regresos y abandonos… ¿Qué busca a través de esos arabescos y de ese hombre que mira a la pared? El hermetismo del pintor se desdobla en la vivacidad de las formas y el brillo de los óleos. El clasicismo es socavado por la silueta de la poesía dibujada sobre el espacio de la sala. El animal que trazaron aquellos hombres remotos y primigenios en la cueva es reinventado por un hombre que busca retornar a lo primitivo, al mismísimo origen de las rosas y sus espinas

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